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16 de julio de 2012 | Juan de Dios López Martinez

No se ensañe con el funcionario

Recuerdo que en la época de Franco, cuando el poder veía cierta agitación política en las masas, recurría a tradicionales fórmulas para desviar las mentes de los ciudadanos. El tema de Gibraltar y el de Eleuterio Sánchez “El Lute” por aquellos entonces un ratero de poca monta, fueron ampliamente utilizados por el régimen con una de campaña intoxicación informativa sin precedentes.
Algo parecido está ocurriendo ahora con la agitación política provocada por la famosa crisis.
La clase política y el imperio financiero, auténticos artífices de esta crisis, en una campaña intoxicativa sin precedentes, se han lanzado en picado en un ataque directo y sistematizado contra el funcionario. Así, se nos presenta como un ser cargado de privilegios y de escasa productividad contra el que hay que luchar con las principales armas que el político tiene en sus manos: la bajada de retribuciones y el incremento de la jornada laboral.
La clase política, apoyada en buena parte de la opinión pública —la más manipulable— ve cómo sus decisiones restrictivas sobre el funcionariado en general son aplaudidas, especialmente ahora que nos encontramos inmersos en una crisis en la que se quiere presentar al funcionario como parte de la misma y no como una parte más de los que la sufren. Se nos muestra al funcionario como culpable cuando, en verdad, los únicos culpables han sido la clase política y el imperio financiero, que son los que realmente han llevado a la ruina a este país. La sociedad, parte de ella de fácil manipulación y especialmente sensibilizada con las consecuencias de la crisis, ha asumido el descrédito propagado estigmatizando la figura del funcionario.
En el fondo, y con independencia de la manipulación tendenciosa de los políticos, lo que subyace es un desconocimiento general por la ciudadanía de la figura del funcionario. Se envidia y se critica su estabilidad en el empleo cuando precisamente esa estabilidad es la única vía para garantizar a la sociedad la independencia de la Administración Pública frente el poder político. Si el funcionario pudiera ser despedido libremente estaría más preocupado por su estabilidad laboral que por el estricto cumplimiento de la ley, momento que sería aprovechado por el político de turno para chantajear al funcionario en su propio beneficio. En contraposición, la Constitución exige que el acceso a la función pública sea a través de los principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad.
En Priego, como en cualquier otro municipio de España, los ciudadanos continuamente nos quejamos de que los sucesivos alcaldes hayan metido en el Ayuntamiento y por la puerta falsa a un buen número de allegados: unos como pago al voto, otros por simple amiguismo y otros para que suscriban los informes por los que se adopten decisiones totalmente contrarias al ordenamiento jurídico a los que los funcionarios de carrera se van a negar. Al propio tiempo nos quejamos de que el funcionario sea precisamente de “carrera”, es decir, tenga estabilidad en el empleo. No quiero ni imaginar que un alcalde tuviera la potestad de separar libremente del servicio al funcionario. Lo único que puede garantizar el estricto cumplimiento de la ley por parte del funcionariado es precisamente su estabilidad laboral.
El político, acostumbrado a hacer y deshacer a su antojo dentro del partido a base de servilismo y sumisión personal, cuando llega a la Administración pública no admite la independencia del funcionario, a quien ve como una traba, como un burócrata que entorpece con razonamientos y registros legales a quienes piensan que su poder es omnímodo por ser los representantes de la voluntad popular. Incluso muchos políticos, cuando el funcionario pone reparos legales a actuaciones totalmente arbitrarias, ven al funcionario como un esbirro al servicio de la oposición. Para evitar este control legal, el político se ha inventado la figura de los llamados “asesores” o “cargos de confianza”, que son simples empleados públicos (que no funcionarios) metidos a dedo, con retribuciones desorbitadas al margen de la tabla salarial y cuyo único propósito es de que no pongan trabas legales a las resoluciones que dicten los políticos por muy arbitrarias que éstas puedan ser.
Junto a estos asesores o cargos de confianza, el político se ha asegurado también otro tipo de lealtad con los llamados “cargos de libre designación”, que son puestos de trabajo dotados con fuertes complementos salariales que se consolidan con el tiempo. Ello ha provocado que muchos funcionarios se alineen políticamente para acceder a este tipo de puestos de trabajo, con la pérdida de independencia que ello ha conllevado. Otra manera de influir políticamente en la configuración, distribución y selección de efectivos.
Al contrario que cualquier otro trabajador, el funcionario no tiene derecho a la negociación colectiva. Sus retribuciones vienen impuestas por el poder político y, como mucho y en los mejores años de bonanza económica, su incremento salarial apenas se ha equiparado a la inflación prevista, lo que ha provocado a lo largo de los años que llevamos de democracia una pérdida de poder adquisitivo de más del cuarenta por ciento. Sin embargo, en época de vacas flacas, el político dirige sus iras contra el funcionario, a quien no sólo recorta su sueldo, sino que, mucho peor, atenta contra su dignidad personal.
Cierto es que el funcionario goza de más días de vacaciones que el resto de los trabajadores, aparte del mes de vacaciones anual goza de una serie de días de asuntos propios vulgarmente llamados “moscosos”;eso, en cierta medida, ha sido una “retribución en especie” que ha venido a paliar los efectos negativos de la pérdida de poder adquisitivo. Pedir ahora incremento de jornada o reducción de vacaciones es, simplemente, demagógico, ello nunca ha supuesto mayor gasto para la Administración, sencillamente porque nunca se ha contratado a nadie para suplir en los días de asuntos propios, repartiéndose el trabajo entre el resto de compañeros.
Verdad es que muchos funcionarios (no tantos como algunos piensan) amparándose en su estabilidad en el empleo, han dado sobradas muestras de escasa productividad, pero eso es fácilmente subsanable a través de los correspondientes reglamentos de régimen disciplinario, algo en desuso porque principalmente afectaría a los cargos de confianza y a los de libre designación, es decir, fundamentalmente a aquellos que de antemano ya sabemos que nunca se les va a aplicar.
En una España donde no existe la democracia simplemente porque no existe la división de poderes, porque tanto el poder legislativo como el judicial dependen del poder ejecutivo y todos a su vez de partido gobernante, difícilmente podemos aspirar a una Administración Pública independiente y garante de los derechos de los ciudadanos. Los partidos políticos, que son los que verdaderamente han degenerado la función pública, son los que ahora más arremeten contra el conjunto funcionarial.
Cuando un político embista contra el funcionario queriéndole hacer parte de la crisis que ellos han provocado, piénsese en todos aquellos que entraron por la puerta falsa como pago por su voto, en los asesores, cargos de confianza y en los de libre designación al servicio del poder político, pero no cargue su ira contra aquel funcionario que un día superó unas oposiciones bajo los mandatos constitucionales de igualdad y capacidad. No cargue sus iras contra el maestro que instruye a sus hijos, contra el médico que cuida de su salud, contra el policía que le protege o contra el simple administrativo que le tramita una solicitud. No cargue su ira contra el hecho de su estabilidad en el empleo porque esa estabilidad es precisamente lo único que puede garantizar el servicio público al que el ciudadano tiene derecho constitucional.

 

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